En esta noche de invierno, esta lluvia que cae sobre mi cuerpo allá por tus remotas baldosas, allá a donde el mar no llega. No lo busques, no, porque no está. Mirar tus farolillos alargados, cual mirada asustadiza, que solo de noche alumbráis, cuando el sol se aleja y la luna redonda se acerca, porque es solo en ese momento cuando se os necesita, cuando la blancura no existe y todo se vuelve oscuro. La plaza, tú, vuelves a tu ser natural. Y esa mirada tuya, se hace gris sin saberlo tras una noche más. Poco a poco las personas regresan; alguien triste, un cuerpo deshecho, que afronta de nuevo su rutina diaria, sin cambios. A pesar de ser ese tu tema dominante, Pálida Plaza, apasionados turistas e historiadores, acuden a apreciar la belleza oculta e inapreciable de tu céntrico monumento. Pero al rato, insatisfechos, se percatan de la falta de realidad del mismo. Pinceladas artísticas por aquí y por allá, pero a pesar de llamarte “La Plaza de la Virgen Blanca”, la blancura ya no existe. Cuando contemplo tu gris y negro espacio, me doy cuenta de la falta de vida que hay en ti. Es más, si repasamos suavemente tu memoria, recordamos jardines de alegres colores. Nada comparado con la tristeza que se respira hoy en ti.
La noche aquí es solo un traje, un traje que te abriga, te inspira miedo y ganas de alejarte. Ya se ha hecho tarde, y me despido confiando, confiando en volver a poder ver algo así en un futuro, un futuro cercano. Buenas noches, remota plaza.
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